¿Qué tienen en común una empresa como Boston Dynamics, WeWork, Uber y Slack? Una se dedica a crear robots tan asombrosos como inquietantes, la otra a montar 'coworkings' por todo el mundo, la siguiente a la llamada 'nueva movilidad' y la última es una herramienta de productividad. Poco, más allá de ser nombres de relumbrón en la órbita de Silicon Valley, lo que tienen en común estas y otras empresas es el señor Son. Masayoshi Son, concretamente. Este millonario nipón, tercera fortuna de su país, es el hombre que levantó hace prácticamente 40 años el gigante Softbank, una empresa de telecomunicaciones que tiene cierta debilidad por meter un pie en cualquier tecnológica que despunte en cualquier punto del globo. Y lo hace a través de Vision Found, su brazo inversor, que se ha convertido en una suerte de 'crupier' repartiendo cartas capaces de poner patas una industria al completo.
Son (Tosu, Japón, 1957) ha vuelto esta semana a primera línea de la actualidad. Lo ha hecho por la llamada 'operación ARM'. Esta empresa inglesa, que adquirió en 2016 por más de 31.000 millones de dólares, es un jugador clave en la industria de los 'smartphones'. ¿Por qué? Porque son los responsables de la arquitectura homónima que cualquier que se proponga hacer un móvil debe utilizar para crear sus procesadores. Pues bien el magnate asiático ha acordado su venta al fabricante estadounidense Nvidia por 40.000 millones de dólares, lo que se convierte en la gran operación de la historia de industria. De esta manera, la compañía estadounidense, tras fagocitar a la británica, se convertirá en el mayor fabricante de semiconductores del mundo. Su valor en bolsa ya es de 300.000 millones, muy superior a los 209.000 que vale Intel.
Pero la palabra venta no significa que Softbank simplemente suelte lastre. Hay que ver los términos del acuerdo. Aunque hay una importante partida de efectivo (12.000 millones, de los que 2.000 deben abonarse en el momento de aprobarse la operación), 21.500 millones de los que reciba serán acciones. De esta manera, los japoneses serán el mayor accionista de la nueva Nvidia, manteniendo una posición privilegiada. Todo este movimiento aún está pendiente del visto bueno de los diferentes reguladores. Preocupa especialmente la bendición de China, que podría ver con malos ojos esa concentración de poder 'tech' en suelo estadounidense después de los últimos episodios vividos entre ambas potencias.
La historia de Son,
hijo de inmigrantes coreanos, es esa que daría para una serie documental, un formato tan de moda en
Netflix. Fundó su negocio como una tienda de informática, haciendo reparaciones y vendiendo componentes. Venía de haber estudiado en EEUU, a donde marchó con 16 años, por recomendación del mandamás de
McDonalds en Japón por aquel entonces. Mientras estudiaba en
Berkeley dio su primer pelotazo gracias a la importación de recreativos de 'Space Invaders' y un traductor electrónico cuya patente acabó vendiendo por un millón de dólares.
Dueño del 25% de internet
Softbank fue mutando poco a poco. Se convirtió en el mayor editor de revistas en Japón pocos años después, espoleado por el éxito de dos publicaciones de éxito que había creado poco antes. Son ha estado, por así decirlo, en todos los charcos tecnológicos de finales del siglo pasado. En los 80, invirtió y apostó fuertemente por todo lo que tenía que ver con la informática personal. En los 90 se subió al carro de las 'puntocom', con un papel clave en la popularización de Yahoo!, que llegó a ser el buscador más utilizado en Japón incluso años después de su declive en Occidente.
La leyenda que se iba construyendo en torno a su figura decía que un cuarto de Internet le pertenecía. Llegó a ser, antes del estallido de las 'puntocom', durante un breve periodo el hombre más rico del mundo. Obviamente el cataclismo fue inmenso: su conglomerado vio como 70.000 millones se evaporaban. Pero el japonés tuvo una intuición. Contactó con Jack Ma y metió 20 millones de dólares en Alibaba en el año 2000 para quedarse con el 25% de la empresa. Aquello tuvo el efecto de la hormona del crecimiento en su patrimonio personal, que supera los 30.000 millones de dólares.
En una época a la que las empresas le cuesta establecer objetivos a largo, medio o corto plazo, Masayoshi Son tiene en su cabeza un plan para los próximos 300 años. Está convencido de un futuro en el que los humanos nos conectaremos a máquinas. Que entre nosotros nos comunicaremos por telepatía. Que curar la "soledad" y ser capaz de proporcionar "amor" son sus grandes misiones como empresario.
El listado de participadas, en mayor o menor medida por Softbank, es muy larga. Además de las mencionadas al principio de este texto, tiene participaciones en Tesla, Amazon, Netflix, SuperCell (creador de Clash Royale), T-Mobile, Didi... En 2006 compró Vodafone Japón. En 2013 cayó otra teleco, Sprint.
La clave de sus apuestas más arriesgadas está en Vision Found, su brazo inversor. Se trata de un fondo dotado de 100.000 millones. El impulso definitivo para la creación llegó en 2016, tras verse con el príncipe Mohammed bin Salman, príncipe heredero de Arabia Saudi, que decidió entrar en aquella apuesta con 45 mil millones de dólares para diversificar la fortuna de la familia real más allá del petróleo Dicen en su círculo de confianza que en 45 minutos le convenció. Abu Dhabi aporto otros 15.000 millones. Softbank aportó 28.000. Y eso no impidió a su fundador hacerse con el control y manejarlo a su antojo.
Porque Son ha levantado la imagen de ser un hombre excesivamente persuasivo. El ritual para convencer a los creadores de 'start ups' pasa por invitarle a Tokio a charlar. De tú a tú. En inglés. Suele invitarles a la sede central de Softbank, a la planta 76. Dispone a su chef personal para cocinarles delicias locales. No se anda con rodeos. No son pocas las veces que se ha filtrado en medios su 'modus operandi'. Va directo a las preguntas, porque su equipo ya le ha contado todo lo que tiene que saber del tipo que tiene delante. Apuntan a que tiene un perfil un tanto agresivo, que incluso empuja a los fundadores a coger más dinero del que necesitan. Una vez cierran la participación rara es la vez que sigue implicándose a nivel institucional.
Sin embargo, a pesar de parecer una historia de puro éxito, esta estrategia también tiene sus puntos débiles. Las inversiones de Son mediante su fondo están hechas en 'start ups' de un considerable tamaño. Por tanto se reducen las posibilidades de que se obtengan grandes réditos mediante la venta o la entrada de otro capo a la propiedad de la compañía en cuestión. Por eso la vía más rentable es la de la salida a Bolsa, donde a diferencia de otros 'ventura capital' suele acudir con cierta recurrencia. Esta filosofía a dado pie a dos de sus grandes fallos.
Uber y WeWork. Le costaron más de 16.000 millones en pérdidas. Especialmente caótica fue su inversión en la empresa dedicada a los 'coworkings'. Después de intentar una salida a bolsa fallida, tuvo que organizar un rescate de 9.500 millones, de forma que desplazó al fundador y se quedó con el control absoluto. Esas operaciones hicieron a muchos dudar sobre el futuro del 'imperio Son'. Sin embargo, parece haberle dado la vuelta con la operación de ARM. Y tiene ganas de más. Porque entre sus planes se contempla la creación de Vision Fund II, indicó El Confidencial.