Cuando cinco años atrás me preguntaban qué tecnología consideraba que iba a cambiar profundamente el mundo en el futuro, no dudaba en afirmar que la robótica iba a ser la responsable de las transformaciones más impredecibles.
Pero en este tiempo ha crecido vertiginosamente una rama de las ciencias de la computación que hace pequeño el impacto de la robótica: la inteligencia artificial.
En los últimos años, su desarrollo ha sido exponencial en áreas muy diversas: medicina, procesamiento de imágenes, reconocimiento de lenguaje natural, diagnóstico por imágenes, aeronavegación, electrodomésticos, deporte… la lista es inmensa.
Y aunque no lo notemos, el impacto de estos desarrollos está presente en nuestra vida cotidiana, en nuestros bolsillos, en esos aparatos imprescindibles que llamamos smartphones.
¿A qué se llama Inteligencia Artificial?
Cuando se crearon las primeras computadoras, uno de los primeros desafíos que apasionó a la comunidad fue la posibilidad de crear máquinas inteligentes.
Surgieron muchas propuestas distintas, y entre ellas la discusión de qué características debía tener una computadora para ser considerada en esa categoría.
Alan Turing, uno de los pioneros en el diseño de computadoras, propuso una mecánica diferente: no definir un conjunto de cualidades a cumplir, sino establecer un test que de alguna manera permita determinar si una computadora está actuando de forma inteligente o no.
De alguna forma, Turing reformuló el viejo refrán que dice "si mueve la cola como un perro, ladra como perro, huele como un perro, entonces es un perro".
El desafío, conocido como Test de Turing, consiste en lo siguiente: encerramos en una habitación a un ser humano y en otra a una computadora. En ambos casos, nos comunicamos con ellos a través de un teclado y una pantalla, para evitar las dificultades del reconocimiento de habla y síntesis de voz (¡aunque hoy en día esto está solucionado!).
El test propone que si un inquisidor humano, con intenciones de determinar quién es quién en cada cuarto, no logra distinguirlo en una cantidad de preguntas o tiempo establecido previamente, entonces puede considerarse que la máquina actuó en forma inteligente.
Por ejemplo, la computadora no debe responder cálculos matemáticos rápidamente, porque se revelaría por su poder de cálculo. En consecuencia, debe "mentirnos" en su tiempo de respuesta.
O si le escribimos "Mañana voy a la caza de mi Tía Ana", debe reírse, indicándonos que tenemos un error de ortografía o un problema psiquiátrico grave.
Es decir: debe tener clara la semántica del concepto Tía y qué cosas son razonables de realizar con una Tía en un estado mental normal.
Por lo tanto, entre otras cosas, una máquina para ser considerada inteligente debe tener un buen manejo del lenguaje, y una interpretación semántica integral de los símbolos y signos que lo componen.
Si lográramos esta capacidad, sólo con ella, el mundo de las computadoras cambiaría radicalmente: los traductores serían más precisos, podríamos charlar con las máquinas, hacer búsquedas en la Web más puntuales o que nos clasifiquen las noticias según nuestros intereses. ¿Y esto ya no está presente en nuestros celulares?
Aprendizaje automático
A pesar de que desde hace muchos años se desarrollan sistemas con algún grado de inteligencia, el surgimiento de algoritmos de aprendizaje automático fue lo que impulsó el crecimiento al que hacemos referencia.
En los comienzos, todo el conocimiento que aplicaría el sistema para operar en forma inteligente debía ser desarrollado explícitamente por el ser humano.
Es decir, de alguna manera había que representar un conjunto de información preexistente y programar un set de operaciones sobre ella para lograr el objetivo.
A partir de ahí, mediante la experiencia, la máquina aumenta la información almacenada, pero los algoritmos de operación ya definidos son estáticos y no se modifican a pesar de sus nuevos recorridos.
Mediante un artilugio informático conocido como red neuronal, en el aprendizaje automático simplemente entrenamos esa red a partir de experiencias que conocemos como exitosas, reconfigurando la red para que encuentre un patrón entre las entradas de las experiencias y los resultados que son positivos.
Luego de ese entrenamiento intensivo, que puede ser mediante entradas y salidas conocidas (aprendizaje supervisado) o a través de reglas que definen claramente el éxito o fracaso (aprendizaje por refuerzo), la red neuronal se reconfigura una y otra vez, programándose implícitamente (¡sin que nos quede claro cómo!) para determinar el patrón de éxito.
Una vez finalizado ese entrenamiento, podemos aplicar una entrada desconocida, en la cual encontrará el patrón que le determine qué respuesta dar o qué camino seguir.
Lo increíble y maravilloso de esta forma de resolver el problema es que la reconfiguración de esa red neuronal no tiene una carga explícita humana.
Es por eso que decimos que su programación es implícita. Y de esta manera, la máquina puede descubrir caminos que los humanos no habíamos imaginado, es decir, la máquina puede crear.
Y esto es sólo el comienzo. Cuando estamos respondiendo un mail y nos sugiere qué texto escribir; cuando las búsquedas nos devuelven un resultado más preciso; cuando sentimos que nuestros celulares saben más de nosotros que nosotros mismos. Estamos viendo la punta del iceberg. Mejor (¿o peor?) es lo que vendrá.
*Gonzalo Zabala es director del Laboratorio de Robótica Autónoma e Investigador del Centro de Altos Estudios en Tecnología Informática de la Universidad Abierta Interamericana (UAI)