El pasado mes de mayo, una de las agencias de talentos más importantes de Estados Unidos, Creative Artists Agency, fichó a Lil Miquela, una jovencísima influencer nacida en Instagram hace cuatro años que cuenta con millones de seguidores. Lo sorprendente de la noticia es que Miquela no es una chica real, sino una creación virtual surgida de un programa de animación que combina 3D con inteligencia artificial. Durante su corta existencia, la modelo digital ha sido contratada por empresas de la talla de Prada, Calvin Klein, Samsung o Youtube. También ha grabado videoclips y hay quien especula con su salto al cine o a la televisión.
El despegue de los influencers virtuales, cada vez más apreciados por los departamentos de marketing y publicidad, coincide con la crisis de los de carne y hueso, que han visto cómo la pandemia ha rebajado su caché al cancelarse sus viajes y eventos. Las ventajas para las grandes marcas son evidentes: los personajes digitales siempre están disponibles, no ponen condiciones exóticas ni generan dolores de cabeza. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce y, desde el punto de vista legal, esta nueva forma de comunicación comercial plantea una serie de riesgos que deben ser neutralizados por las empresas contratantes.
En primer lugar, por muy reales que parezcan, los avatares son creaciones digitales de una agencia desarrolladora de marketing, diseño gráfico o de efectos especiales, y, por tanto, están sujetos a derechos de propiedad intelectual e industrial. Si no se regula con detalle quién es el titular o titulares de estos, pueden llegar a originarse serios conflictos.
En principio, como señala Antonio Cueto, socio de Bird & Bird, los derechos de propiedad intelectual pertenecen a las agencias creativas, aunque también es posible que los anunciantes creen su propio CGIs (Influencers Generados por Ordenador). No obstante, Cristina Caballero, consultora jurídica de ClarkeModet, agrega que los procesos de desarrollo digital son complejos, por lo que "no siempre está claro quién detenta la condición de creador". Por ello aconseja identificarlo claramente y, si es fruto de una obra colectiva, establecer la cuota que pertenece a cada participante.
Una segunda cuestión que debe atenderse es la protección legal de los avatares. Al no existir una regulación específica, señala Cueto, "se defienden igual que cualquier personaje animado". "Como los protagonistas de los videojuegos", añade Caballero. Lo recomendable, en este sentido, es registrar como marca comercial el nombre o la apariencia del influencer virtual, tal y como hizo el año pasado Brud, la start-up que está detrás de Miquela.
Pero los problemas legales de estos personajes van más allá de las posibles disputas por sus derechos de autor. Si una marca quiere contratarlos, debe tener en cuenta una serie de cautelas para evitar sorpresas de última hora. Es aconsejable seguir previamente su perfil en redes y demás publicaciones para asegurarse que sus mensajes encajan con los valores de la compañía. Aunque no es lo habitual, también pueden protagonizar algún escándalo, como cuando los guionistas de Miquela tuvieron que retirar un vídeo en el que contaba un supuesto episodio de acoso sexual tras ser duramente criticado en la Red.
Otro aspecto importante, según Cueto, "es que el contrato se firme con la empresa titular de los derechos del avatar, que es la única legitimada para ceder su uso". También deben quedar plasmadas la finalidad del negocio, las condiciones legales, los niveles de responsabilidad y el contenido publicitario a difundir. A modo de ejemplo, "tendrán que definirse las redes sociales y los canales específicos, y los seguidores existentes o el público objetivo", incide Caballero.
Identificar los ‘bots’
Más allá de lo aplicable con carácter general a estas contrataciones, hay algunas cuestiones específicas que deben regularse en relación con los ciberinfluencers. Una de ellas, señala Verónica Pedrón, jurista especializada en publicidad en el despacho Términos y Condiciones, es "la necesidad de especificar a los usuarios que se trata de un ser virtual y no real".
En Estados Unidos comienza a exigirse que los bots que interactúan con humanos se identifiquen como tales para evitar que el consumidor se lleve a engaño. La utilización de un modelo digital incorpora una exigencia extra de transparencia frente al influencer tradicional porque "no solo tiene que decir que está haciendo publicidad" (rotulando el contenido con hashtags que evidencien que es promocional, como pueden ser #ad o #publi), sino también especificar que no es una persona de carne y hueso. Otra cosa es que, en caso de incumplimiento contractual o legal, quien responde es "la empresa titular de ese perfil y no el personaje", aclara Pedrón.
Por último, los creadores del avatar deben evitar o cuidar las referencias o parecidos manifiestos a famosos reales, "para prevenir que estos últimos les puedan reclamar por derechos de imagen o protección de datos", asevera la letrada.
Ejemplo de ello es el juicio que la presentadora del programa de televisión estadounidense Wheel of Fortune, Vanna White, ganó en los años 90 a Samsung Electronics porque la compañía recreó su imagen en unos anuncios en los que salía un robot con forma de mujer que giraba las letras en un tablero de juego. Al llevar peluca rubia, vestido largo y grandes joyas, el tribunal estimó que la máquina podía identificarse con la figura televisiva, indicó El País.