Cuando Satoshi Nakamoto publicó en 2008 las reglas del funcionamiento de Bitcoin y de la tecnología sobre la que funcionaba (blockchain), dejó en claro que su propuesta de un sistema de pagos electrónico descentralizado era una respuesta a la crisis del modelo tradicional de confianza en el sistema financiero: no confíen en los bancos, confíen en las matemáticas.
La crisis financiera del 2008 puso de manifiesto no sólo el deficiente análisis de riesgo crediticio que realizaban las instituciones financieras, sino el pobre trabajo realizado en explicarle a sus clientes los riesgos a los que se estaban exponiendo al adquirir ciertos productos (préstamos hipotecarios).
La respuesta regulatoria no se dejó esperar. A partir de ese momento, todas las instituciones tuvieron que incluir en los documentos de apertura de cuentas una evaluación acerca de la capacidad del cliente de comprender los productos que les iban a vender, un análisis sobre cuáles eran los productos "apropiados" para esos clientes.
Diez años después y tras 17 millones de Bitcoin emitidos, la criptomoneda que acapara el 58% del mercado de divisas virtuales es el centro –junto con las otras criptomonedas que le siguieron– de las discusiones regulatorias que plantea esta llamada democracia digital.
En un sistema de pagos descentralizado como el que plantean las monedas virtuales construidas sobre blockchain no existe quien evalúe, con perdón del neologismo, su "apropiabilidad".
En un intento por realizar un análisis de los riesgos y tratar de mitigarlos, muchos países han desarrollado diversos tipos de respuestas regulatorias que van desde aclaraciones respecto de la “naturaleza jurídica” de las monedas, hasta las prohibiciones de su uso y negociación, pasando por advertencias y la obligación de obtener licencias impuesta a algunos de los actores del ecosistema.
Estados Unidos, Canadá, Suecia y la Argentina comenzaron a tratar a las monedas virtuales desde el punto de vista impositivo como bienes. Otros, como Alemania y Japón, como medios de pago de curso no forzoso.
La mayoría de los países han emitido advertencias sobre la posible clasificación de las transacciones como sujetas a las leyes de títulos valores. Bolivia y China prohibieron su uso y negociación. Otros, impusieron requisitos de "conozca a su cliente" y de prevención de lavado –como la Argentina– o la obligación de obtener una licencia específica, como es el caso del Estado de Nueva York, Japón y México.
Pero ¿cuáles son los riesgos que los reguladores han querido mitigar? Solamente por nombrar algunos, el de la anonimidad es por lejos el que más preocupaciones les plantea. Blockchain registra los montos y las cuentas desde donde y hacia donde se realizan las transferencias pero no la identidad de los usuarios.
En el pasado se han usado las monedas virtuales para actividades ilícitas (compra de drogas, armas y pornografía infantil, apuestas ilegales, fondeo de actividad terrorista y lavado de dinero).
A las preocupaciones sobre los usos de las monedas se suman la volatilidad de los precios y la posibilidad de fraudes premeditados o problemas con la ciberseguridad.
En la vereda de enfrente, los defensores de esta libertad monetaria insisten en que muchos de los embates regulatorios son causados por falta de conocimiento. Después de todo, el dinero en efectivo ha sido históricamente usado para actividades criminales y no por ello ha sido prohibido.
La identidad de los usuarios, dicen, podría ser rastreada a través de los mercados intervinientes, de las billeteras o de las direcciones IP y los problemas de ciberseguridad no son diferentes a los que se encuentra expuesto cualquier documento electrónico. Como en la mayoría de los casos, los problemas de seguridad son culpa de los usuarios que no resguardan sus claves.
Cada vez que se discute cómo regular un fenómeno asociado a la innovación tecnológica, el temor inicial es que las regulaciones hagan que el sistema sea tan complicado o costoso que deje de usarse. Demasiada regulación –pregonan– mata la innovación. Yo lo corregiría: regulación inadecuada mata la innovación.
La diversidad de respuestas regulatorias –inclusive dentro de un mismo país– y los casos de cambios en el rumbo regulatorio señalan con el dedo dónde, a mi juicio, está el problema. La falta de conocimiento sobre cómo funcionan estas tecnologías genera movimientos regulatorios erráticos. Pero esta falta de conocimiento, respecto de un sistema que pretende resolver fundamentalmente un problema de confianza no solo afecta la actividad regulatoria, sino que plantea también un desafío de "apropiabilidad" para los usuarios.
Las posibilidades de éxito de las monedas virtuales - que dependen en gran medida de su adopción- y de su tecnología base como herramientas para la inclusión financiera y, quien sabe, no solo financiera, están signadas por el mismo reto que planteó para los bancos la crisis del 2008: que no solo los reguladores entiendan cómo funciona, sino que también lo hagan los usuarios. Está en manos de quienes creen en las bondades de esta revolución en marcha, entre quienes me incluyo, hacerle frente al desafío y levantar el guante.
* Marina Bericua es directora de la Maestría en Derecho Empresario y miembro del CETYS, Departamento de Derecho de la Universidad de San Andrés.